En 1939 la guerra nos sorprendió en Pińsk, Polonia del este, y que ahora pertenece a Rusia.
A los pocos días de la ocupación de la ciudad por los soviéticos, mi padre fue tomado preso y sin ninguna contemplación deportado como supuesto espía a Siberia.
Mi madre que en aquel entonces tenía 25 años, se encontraba totalmente sola en Pińsk, ya que mi padre había sido enviado a ese lugar para construir puentes siendo arquitecto de profesión.
Al enterarse mi madre que nos esperaba la misma suerte que a mi padre, trató de salvar su vida y la de sus hijos – mi hermano y yo – demostrando a las autoridades que había nacido en Berlín - Alemania, hija de un padre de la minoría étnica Kaszuby y de madre de Sajonia - Alemania.
Dejando absolutamente toda su casa perfectamente instalada tuvo apenas unas horas para llenar dos maletas con ropa y algunas cosas importantes. Yo era la menor, tenía tres años de edad y de mi era de quien menos desconfiarían. Fue por eso que mi madre puso en mis brazos a mi querido y enorme oso de peluche. Previamente le abrió la barriga, sacó el instrumento que imitaba el ronquido del oso, para poner adentro el dinero que tenía a mano y las joyas más importantes y pequeñas. Prácticamente en mis manos se encontraba nuestra fortuna.
A pedido de mi madre pudimos alcanzar el terreno polaco ocupado por los alemanes. Mi hermano y yo apenas sabíamos hablar alemán, idioma que se convirtió en nuestro en los siguientes seis años. Mi madre pudo encontrar trabajo y nos mantuvimos a flote hasta el fin de la guerra, la que nos sorprendió en la ciudad de Petkus a pocos kilómetros de Berlín.
Los últimos años de la guerra nos dejaron completamente exhaustos y aterrorizados por los continuos bombardeos. A veces eran dos, tres alarmas durante la noche, lo que significaba despertar, vestirse y correr al sótano entre gritos y rezos de todos que nos rodeaban.
Por segunda vez fuimos ocupados por los soviéticos, lo que fue un descontrol absoluto por su comportamiento.
Sin pensarlo dos veces, mi hermano de apenas doce años consiguió dos bicicletas de alguna casa abandonada. Mi madre tenía una valijita de unos 50 cm de largo y 20 cm de ancho. Allí colocó un pedazo de pan, una toallita y unas fotos que encontró desparramados en nuestra vivienda y algunas pequeñeces sin importancia en este momento tan traumático.
Yo me ubiqué en el caño de la bicicleta de mi hermano. Sin decir nada a nadie, emprendimos nuestra odisea hacia Occidente. A lo largo del camino veíamos gente muerta, tanques rusos y el miedo que teníamos dibujado los tres en nuestras caras. Pasamos de pueblo en pueblo pidiendo que nos dieran algo de comer y nos dejaran dormir en los establos con los animales.
Unos días más tarde nos acercamos a la caravana de prisioneros franceses que gracias al conocimiento del francés de mi madre, nos aceptaron unirnos a ellos.
Un momento muy decisivo en nuestro camino ha sido la frontera ocupada por los rusos de un lado y los aliados americanos, franceses e ingleses del otro. Después de obstruir la larga fila de refugiados, por no tener mi madre los papeles correspondientes, la situación era desesperante. Pero, como son las cosas de la vida, se acercó un soldado norteamericano, mascando un chicle, nos miró a mi hermano y a mi y como le dimos tanta pena, hizo un movimiento con el brazo para que pasáramos la frontera a la “libertad”.
Todo sucedía como por si solo y en junio o julio de 1945 nos encontrábamos en el centro de París, en la Plaza del Arco de Triunfo, hoy Plaza Charles de Gaulle. Desde entonces La Cruz Roja Internacional se volvió para nosotros el todo de nuestra existencia.
Viajamos de campo en campo de refugiados polacos, primero en Francia donde nuevamente a través de La Cruz Roja nos encontramos con mi padre estacionado en ese momento en Italia. El estuvo bajo el mando del General Anders y luchó contra de los alemanes en Monte Cassino - Italia.
De Italia nos trasladamos a Inglaterra y en el año 1949 viajamos a Buenos Aires – Argentina, donde al fin comencé a aprender a vivir lo que se podría decir una vida normal.
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