Al estallar la guerra yo tenía dieciocho años de edad. Mi familia procedía de Lwów, ciudad que actualmente pertenece a Ucrania. Cuando los rusos invadieron esa parte de Polonia, logramos fugarnos de allí hacia el lado del frente ocupado por los alemanes. Fue una travesía peligrosa a través de los bosques. Pasamos con la ayuda de “coyotes” que arriesgaban su vida haciendo pasar gente de un lado al otro del frente. Les pagamos con las joyas de familia. Nos fugamos para no ser parte de las deportaciones masivas de familias polacas. Los hombres de muchas familias fueron deportados a Siberia, las mujeres y los niños a Kazajstán. Éramos una familia numerosa, por lo cual nos dividimos para hospedarnos en casas de familiares al otro lado del frente, pues eran tiempos de escasez.
Luego de un tiempo entré a formar parte de Armia Krajowa (Ejército Nacional), grupo guerrillero mayoritario de la resistencia antinazi. Mi nombre de guerra era Szpilka (Alfiler), ya que era muy delgada. Durante dos años hice de correo, llevando la correspondencia entre Armia Krajowa y Bataliony Chłopskie (Batallones Campesinos), otro grupo guerrillero. La llevaba camuflada en cajas con doble fondo. Encima del doble fondo llevaba caramelos, chocolates u otras cosas. Lo hacía cada vez que era necesario, aproximadamente dos veces por semana en un tren que era siempre controlado por los nazis. Hacían bajar a todos los que viajábamos en la parte del tren asignada a los polacos y revisaban todos nuestros equipajes. Si me hubieran descubierto, me habrían fusilado de inmediato. Yo hablaba perfectamente el alemán, ya que me había criado con una institutriz alemana en casa y eso me ayudó, pues hacía que los nazis no desconfiaran de mi persona. Como no me pasaba nada, cada vez más a menudo no llegaba a guardar la correspondencia en el fondo de la caja. Y en una de ésas a la hora del control, el nazi se interesó en mi caja de bombones. “¿Qué lleva allí?” – me preguntó inquisitivo. “Bombones.” – le dije yo sin pestañear. “¿De veras son bombones?”.”De veras. Sírvase uno por favor” – le dije yo e hice el ademán de abrir la caja para convidarle. El alemán sonrió y se fue, dejándome en paz.
Participé luego en otras acciones de la guerrilla. Nos apostábamos en medio del bosque, sabiendo que pasaría un tren alemán con armamento. Tumbábamos dos árboles, cercando al tren por sus extremos y lo asaltábamos para quedarnos con las armas. En esas ocasiones entrábamos al botiquín y nos bebíamos el alcohol para curar heridas.
Participábamos también en la liberación de niños de los campos de concentración. Me tocó recoger a una niña del campo de concentración de Bełżec, llevarla en tren a la ciudad de Lublin y entregarla a mi tía Marta Łoś que se haría cargo de ella. En el segundo intento similar un nazi me descubrió, rondando cerca al campo de concentración, por lo cual no pude ayudar a ese otro niño. Le supliqué al nazi en mi perfecto alemán que me internara dentro del campo, queriendo salvar mi vida de esa manera, y él, creyendo que yo estaba loca, me dejó ir libre.
A pesar de lo peligroso de aquella época no me daba miedo el morir, sino la posibilidad de quedar inválida. Y aunque parezca increíble considero esos tiempos como los más hermosos de mi vida. Nunca más ésta volvió a tener el sentido que tuvo en aquel entonces y a veces lamento el no haber muerto en la guerra.
Fragmento de los recuerdos narrados por Józefa Dunin – Borkowska de Sabogal, a su hija Isabel, quien los puso por escrito.
Publicado en la Gazetka "Dom Polski"
Lima, Perú, Octubre del 2008
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