miércoles, 11 de abril de 2012

Clara Pawlikowski: La colina de las cabras


Hoy veo serenamente, los papeles de mi padre que Lía, compañera de trabajo de mi hija, ha rehabilitado con gran esmero, los palpo uno a uno, no entiendo polaco, veo las fotos y el nombre de mi padre en cada uno de ellos, quisiera estrujarlos, los colocó sobre mi pecho, quisiera haber podido leerlos y tenerlos cuando él vivía.
Hace poco he regresado de Polonia. Después de treintaiocho años fui a visitar a mis familiares. Esta vez estuve acompañada de mi hermana mayor y de mi hija. Realicé este viaje a modo de cumplir una promesa ofrecida hacía mucho tiempo a Fiorella, mi hija, que siempre me reclamaba:
- ¿Cuándo visitaremos la tierra de mi abuelo?
No teníamos fechas ni destinos anticipados así que, disfrutamos ampliamente de nuestro recorrido, de los espectáculos y de la comida.
Mientras estudiaba en Europa los visité muy seguido. Pude deleitarme con las primaveras floridas, escalar las montañas Tatra, patinar en los ríos helados cuando la temperatura de sus inviernos bordeaba los veinticinco grados bajo cero y por primera vez, tomar cerveza caliente. Vi a Polonia empobrecida durante el régimen comunista y a los polacos en su mayoría con expresiones serias, ceñudas y hasta tristes me atrevería a decir, vestidos con gabanes grises y manejando pequeños autos rusos.
Asistí a los funerales de los últimos hermanos de mi padre, muchos de ellos vivieron alejados, en pequeños poblados soportando estoicamente las limitaciones que imponían los gobernantes de turno. Ninguno se favoreció con alguna asistencia especial a pesar de haber luchado heroicamente defendiendo a su patria. Murieron pobres.
Esta vez no encontré riquezas por las calles pero si sentí un país que vibra, vi grandes grupos de turistas, restaurantes ofreciendo servicios diversos, hoteles confortables, supermercados con frutas y verduras frescas, con productos envasados de diversos países y un centro comercial moderno en la vieja Cracovia, entre otras cosas.
Al llegar a Cracovia, mi primo Conrado nos pidió dejar un día libre. Ese día nos entregó ceremoniosamente los documentos que mi tía le había hecho depositario antes de morir y que pertenecieran a mi padre. El único de la familia que emigró a América y nunca retornó a Polonia.
Nos sentamos alrededor de una mesa grande sobre la cual comenzó a colocar un sin número de papeles muy antiguos, mis ojos no se movían, estaban fijos en ellos, tenía una gran curiosidad. Observaba los mínimos movimientos de mi primo enrollando y desenrollándolos. Conrado los sujetaba con gran respeto y poco a poco nos iba entregando y señalando en qué consistían.
Los hermanos de mi padre siempre han sentido por él una gran admiración. Sentimiento que nosotros, sus hijos, nunca compartimos en igual intensidad. Comprendíamos muy poco a pesar que mi padre muchas veces nos contó todo lo que pasó su familia durante la primera guerra mundial y cómo él y sus hermanos habían peleado por su patria.
Conrado hizo una pausa y se detuvo cogiendo entre sus dedos una pequeña cuartilla escrita a mano.
Este papel lo escribió mi madre relatando cómo escapó el padre de ustedes de un campo de trabajos forzados en Rusia. Lo escribió pensando que algún día yo las encontraría y podría entregárselos – nos dijo.
Mientras mi primo traducía al inglés la historia, yo imaginaba a mi padre, un hombre joven lleno de vida en una situación difícil. Mi hermana y mi hija se mantuvieron calladas con lágrimas que empapaban sus caras.
Mi padre había sido transportado de un campo de concentración en un camión atiborrado de presos políticos en su mayoría polacos jóvenes, mal alimentados, flacos, con las miradas perdidas hacía una estación de tren para que limpiaran la nieve que había caído la noche anterior.
No tenían guantes, la ropa que llevaban eran uniformes raídos y el frío era intenso, les lanzaron a cada uno palas viejas para despejar la nieve de los rieles del tren, en cada palada mi padre sentía que la piel de sus manos difícilmente se despegaba del mango de la pala y cuando lo hacía parte de ella se quedaba sellada en la madera, fue despellejándose poco a poco. Sus manos sangraban, sus zapatos sin medias se hundían en la nieve y ésta entraba entre sus dedos que los tenía morados.
Cuando escuchó el sonido del tren, esperó que estuviera cerca, era una tarde oscura cerrada por la borrasca de nieve, sus demás compañeros saltaron a la plataforma, él en cambio, comenzó a correr entre los abedules por el lado contrario, cubriéndose detrás de ellos cuando podía. Al comienzo la búsqueda fue intensa pero la temperatura tan baja desalentó a los guardias esperanzados en que mi padre moriría por el frío.
Mi padre caminó durante toda la noche en dirección opuesta a la ruta que habían tomado cuando les trajeron a la estación del tren. Caminó acompañado por el ulular del viento y por los copos de nieve que cada vez eran más grandes. Descansaba cuando sus piernas se revelaban y el cansancio le vencía. No comió durante una semana, por las noches caminaba y por el día trataba de cubrirse con ramas y pequeños troncos que encontraba en el camino para no ser descubierto.
Pensaba en su familia, en sus padres y sus hermanos, tenía la seguridad que llegaría salvo.
Finalmente, encontró la cabaña de unos campesinos rusos que lo acogieron con mucho temor, le curaron sus heridas, arreglaron su vestimenta y le permitieron pernoctar algunos días, ellos tampoco tenían muchos alimentos.
Cuando ya se sintió más aliviado, los rusos le indicaron cual era el recorrido más corto y seguro para llegar a Polonia; le faltaban varios días de caminar y el tiempo era cruel, era uno de los peores inviernos que habían tenido en esa zona. Mi padre aún no había cumplido veinte años, a pesar de su físico venido a menos por la falta de alimentos, no se amilanó y comenzó su viaje de regreso.
Luego de deambular semanas enteras orientándose por las estrellas se presentó en casa de sus padres. Su llegada la describió así mi tía:
Lo vimos salir a la guerra como un niño y regresó maltratado pero hecho un hombre.
Este viaje a Polonia fue diferente, mi hija tuvo largas conversaciones conmigo antes de acostarse, recuerdo que alguna vez me dijo con determinación:
Esta es la pieza de mi historia que faltaba.
−Te veo decidida –le respondí
−Tú eres una hoja que se menea fácilmente con el viento, pero en los grandes huracanes tu fortaleza sujeta nuestros cimientos y acá está el origen de todo eso –abrazándome me confesó.
Yo también ahora entiendo muchas cosas, doy fe que sólo con ese temple mi padre pudo acostumbrarse a la selva, al calor y a sus inclemencias.
Hoy vengo llegando del cementerio. Poco podía hacer estando tan lejos, quería rendir homenaje a mi padre, un soldado polaco, condecorado en la Primera Guerra Mundial, peleando por su patria, en este fatídico sábado cinco de abril.
Le llevé flores blancas y tuve una larga charla con él, le escuché contarme sobre su país como en otros tiempos. A pesar de vivir en Iquitos, se mantenía muy bien informado sobre la participación de sus paisanos en la segunda guerra mundial. Le escuché repetir que algún día los rusos tendrían que aceptar la matanza de Katyń.
Cerca de veinte mil oficiales y civiles polacos, entre ellos miembros de la intelectualidad fueron ejecutados por orden de Stalin, en la primavera del cuarenta.
−Una verdadera matanza – le contesté
Los ingleses aliados de los rusos en la Segunda Guerra Mundial, encubrieron a los culpables. Churchill pidió al presidente polaco en el exilio “olvidar el asunto”. Se limitaron a acusar a los alemanes de las fosas comunes encontradas en los campos alrededor de Katyń, en la Colina de las Cabras – continuó.
¿Cómo fue?
− Los rusos cargaron a los alemanes con la culpa durante cincuenta años, pero ellos fueron los asesinos.
− ¡Cobardes! −exclamé.
− Una a una fueron desapareciendo las personas que denunciaban o investigaban la matanza. Uno de ellos Sikorski, incansable buscando a los culpables murió en un sabotaje aéreo en el Mediterráneo; otro de apellido Martini fue asesinado violentamente en la puerta de su casa por una pareja de jóvenes. Estos fueron apresados y colocados en una cárcel de alta seguridad, pero a los tres días se fugaron y nunca más se supo de ellos. Sin embargo, Martini, antes de entregar su informe sobre la investigación que realizó en Katyn dejó copia de la misma a un notario en Suecia. Años más tarde, esta prueba sirvió para desenredar los apretados nudos rusos.
Yo le escuchaba silenciosa.
−Alguna vez Sikorski le preguntó a Stalin por los prisioneros polacos, éste le respondió con evasivas diciendo que no existían prisioneros polacos en territorio ruso y que quizás después de la amnistía hayan huido hacia Manchuria.
−Claro, ya estaban muertos – susurré.
−Los cadáveres presentaban tiros en la nuca y heridas de bayoneta, las manos estaban amarradas con nudos usados sólo por los rusos. En la premura los cadáveres no habían sido despojados de sus pertenencias. Gracias a esto se les pudo identificar.
−Cuentan,- continuó −que un oficial subalterno persiguiendo a una jauría de lobos que azolaba la zona de Katyń encontró un lugar escarbado, una cruz hecha de abedul, y mucha osamenta humana, su hallazgo lo reportó a sus superiores.
Yo le interrumpí diciendo:
Otra vez los abedules en tus historias, me los imagino blancos cubiertos de nieve con sus troncos nudosos.
Hubiera sido ideal que mi padre viviera cuando el gobierno ruso de Boris Yeltsin admitió oficialmente la responsabilidad de la Unión Soviética en el crimen de Katyń en abril del 90, cincuenta años después de la masacre. Dos años después el líder soviético envió al Presidente Lech Wałęsa los archivos secretos del caso.
Aprovechando su silencio le conté con los ojos llenos de lágrimas del avión que se estrelló hoy sábado en los alrededores de Smoleńsk, llevando a los familiares de las víctimas, a políticos, a gente importante de Polonia y a su Presidente. Ellos iban a reivindicar a esos muertos y, no pudieron hacerlo. Se cumplía el setenta aniversario de esa matanza.
“Hay vibraciones malignas que atraen en ese lugar” me dijo y continuó;
“El águila de la bandera está comiéndose las uñas para reemplazarla por unas nuevas, muchas veces mi pueblo, que es tu pueblo, se levantó de las cenizas”.
Manejando de retorno hacia mi casa, mirando mis brazos estirados dirigiendo el timón, veía mi sangre llena de coraje y valentía que mi padre supo inculcarme desde pequeña y en actitud reverente atajé las lágrimas que caían en su recuerdo.
Clara Pawlikowski

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Que impresionante el relato. En el 2007 se hizo una pelicula sobre Katyn. Que afortunada es Fiorella de tenerte como su madre y a un abuelo con esa fortaleza.

Anónimo dijo...

Así es. Y hay un comentario sobre esa película en este blog.

Dana Cáceres Pawlikowski dijo...

¡Qué historia tan conmovedora! Nosotros tuvimos la fortuna de que tu papá -mi abuelo- pudiese eludir el cruel destino de miles de polacos asesinados por una de las tiranías más sanguinarias del siglo XX. Todos ellos siguieron vivos en el corazón de mi abuelo y ahora seguirán estándolo en el de sus hijos, nietos y bisnietos, así como en el de todos aquellos que lean tu relato y que no conocían este tristísimo episodio de la historia polaca.

Para quienes desean saber más del crimen de Katyn, revisen este sitio web:

http://katyncrime.pl/Version,espa%C3%B1ola,279.html

Anónimo dijo...

Me gusto el manejo de la cronica, felicitaciones

Anónimo dijo...

Es la tercera vez que opino, sera que me toman como span, traten de escribir este tipo de articulos para conocer un poco mas sobre las familias polacas

Anónimo dijo...

Me quede fascinado con el cuento, espero que escriba mas

Anónimo dijo...

Se comen los comentarios?

Anónimo dijo...

Es increible como a veces estas historias mueren con sus personajes.. Historias personales de los abuelos que enorgullecen a los hijos y mas aun a Los nietos.. Aplaudo la iniciativa de publicarlas a traves de este blog.